CUENTOS

El mejor lugar...


Era el gesto arrugado de su frente y la mirada opaca de sonrisas. Era el soñar realidades de un ayer húmedo de estrellas lo que avivaba el semblante de su rostro. Era la vida y la búsqueda insatisfecha, constante, que necia de sabores se instalaba en un camino libre pero del que era prisionera.


El líquido escarlata agonizaba en su copa y la marca de los labios delataba el dueño de su aroma. Junto a ella el cenicero acumulaba las cenizas muertas de un olvidado cigarrillo y la música volaba en el ambiente recorriendo los rincones de recuerdos.
El televisor mostraba sin sentido sus imágenes mudas y solitarias, reclamando en vano algún espectador. 
Todo parecía moverse y sin embargo la quietud era asfixiante. En la pared albina, orgulloso de su propia existencia, el reloj señalaba las 21.04 hs. Demasiado temprano para olvidar, demasiado tarde para volver.
Y allí estaba. La pollera negra finalizaba al culminar mis muslos cubiertos de medias negras y si, aquella remera gamuzada dejaba ver mucho más de lo que prudentemente determinaban los parámetros establecidos por qué sé yo quien... y botas negras altas, apagadas por el polvillo que sacude el intento de continuar.
Como era mi costumbre, me hallaba desprolijamente sentada en el sillón junto a la ventana. Como hipnotizada no podía dejar de observar la media corrida de mi pierna izquierda. Era la marca, la huella indeleble de lo vivido tan solo unas horas atrás.
De repente una lluvia insistió en regresarme a mi sillón golpeando fuertemente sobre la ventana. Miré hacia fuera y reparé en los árboles –dos legendarios ciruelos-. La indefensión era absoluta. Contorneados en exagerado baile, eran despojados violentamente de sus pequeñas y violáceas hojas... era casi vergonzosa la resignación ante su propia creadora: la naturaleza.
Nunca me gustó aquella palabra: resignación. Sonaba a mediocre, a perdedor, a aquel que nada hacía por mejorar su vida, por intentar sus sueños. Los personajes fantasmales de mi pasado (y presente) formaban parte de aquella palabra, habían hecho de ella una forma de vida. ¿Les dio felicidad? ¡Ya no importa! La cuestión en realidad es: ¿soy feliz? ¡Ya basta! No pienso volver realizar esa pregunta. Una pregunta estúpida, sin respuesta y que da lugar tan solo a filosofía inútil.
Me levanté bruscamente y fui al dormitorio. Comencé a revolver los cajones de la mesa de luz. ¿Quedaban cigarrillos de marihuana? Alguno debe haberse olvidado... ¡Sí! Aquí está. Y sin pensarlo mucho, lo encendí con una inspiración profunda y aquel humo perfumado inundó mis pulmones y mi cerebro de lenta ensoñación.
Traté por un momento al menos de no pensar. Aboqué mi concentración a los efectos perjudiciales de su sabor y consciente del engaño me dejé llevar por el fantasioso bienestar.
Un poco confundida retomé mis pensamientos recostada nuevamente en el sillón y otra vez la media corrida captaba mi atención. Desenfreno. Si, esa palabra combinaba con mi vida, yo la había elegido y los errores cometidos por pasión eran perdonados. Ese era mi primer mandamiento, quizás el único.
¿Me tendría que desvestir? Sin ropa seguramente la imagen sería impactante, pero no me interesa qué piensen los demás, hoy ya no.
Inconscientemente hice aureolas con el humo y al verlas no pude evitar la regresión. Dieciséis años de inocencia y miles de vidas de deseo reprimido estallaron aquella tarde de noviembre. La virginidad tiene la maravillosa virtud de culminar algún día o por lo menos eso elegimos quienes preferimos disfrutar de la vida y el sexo nace con la vida... o tal vez es al revés... no lo sé. Pero lo importante fue mi entrega, total, abnegada por sentir fluir en las venas corporales la espiritualidad invisible del orgasmo.
Explorar las diferencias del cuerpo masculino fascinó intrigada mi contorno y la mente en remolino de imágenes jugó con mi sangre burbujeante hasta que repentinamente desapareció y solo quedó mi piel como única receptora de mensajes. Era placer, y el placer prescinde del pensamiento.
Pero bueno, en realidad las aureolas del humo me llevaron hasta allí por el cigarrillo que fumamos juntos aquel día, cuando entre risas extasiadas intentaba inútilmente copiar esos circulitos fantasmales que él lograba a la perfección.
Olvidé aquel recuerdo cuando me di cuenta que estaba insensibilizada. Creo que mi cuerpo se está durmiendo y olvida somnoliento adormecer también mi mente. Es extraño, no siento dolor, pero quizá un poco de miedo. Me transformé en solo pensamiento, no puedo hablar, moverme ni sentir.
Aún puedo ver la lluvia pero las gotas ya no golpean la ventana, caen estrepitosamente sobre mi cabeza, humedeciendo rápidamente mi oscura cabellera. Ya no veo el sillón y las medias negras no evidencian más mi descontrol, están sanas.
Mezcla dulce y seca invade mis labios, pero no siento el sabor tan solo mi mente lo recuerda...
Pero ya recordar también se hace difícil. Y comprendí que faltaba poco, por lo que me dispuse a elegir mi último pensamiento. No era sencillo, pero súbitamente sentí volar y lo logré.
Estaba desnuda pero no sentía vergüenza. Lloraba y sonreía sin saber por qué. Nada tenía mucho sentido y sin embargo el bienestar era indudable. Mi piel blanca era acariciada constantemente y entonces quise ver. Me sorprendió verme rodeada de gente, todos me miraban azorados y complacidos. La sensación era tan terrenal como sublime y fui feliz: era el milagro, había nacido”.


El líquido escarlata agonizaba en su copa y la marca de los labios delataba el dueño de su aroma. Junto a ella el cenicero acumulaba las cenizas muertas de un olvidado cigarrillo y la música volaba en el ambiente recorriendo los rincones de recuerdos. A un costado pequeñas cápsulas desechas yacían desordenamente...


María Cecilia Basciano

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